La capacidad de plantearse el equívoco en nuestras creencias u opiniones es fundamental para poder recapacitar sobre lo dicho y admitir nuestro error o consolidar nuestra posición. Dudar de uno mismo es un lujo y por lo menos, en lo que se refiere a la literatura intento aprovecharlo.
Hace tres o cuatro veranos me leí Cien años de soledad, la obra maestra del colombiano Gabriel García Márquez y recuerdo que acabé detestándola. Reconozco que sus páginas me las metía con calzador entre la siesta y las tardes ociosas de piscina y mi único deseo era terminarla cuanto antes. Ni siquiera me impactó el final o por lo menos no lo recordaba, a pesar de la conexión y lógica que tienen todas las obras de Márquez.
En realidad, la literatura como arte es cuestión de gustos pero si alguien que aprecias o distingues precisamente por su gusto literario te habla bien de una obra que a ti no te atrae lo más mínimo, empiezas a plantearte si la leíste bien o si emitiste un juicio demasiado precipitado.
He intentado buscar en esta segunda lectura los motivos que me condujeron a tacharla de aburrida e insípida pero me ha resultado difícil. Lo único que puedo alegar en su contra es que al ser una novela extensa y con demasiados personajes de nombres parecidos puede confundir al lector si no está excesivamente concentrado o predispuesto a entenderlo todo. Aun así el estilo de Gabriel García Márquez se caracteriza por su sencillez y accesibilidad.
Cien años de soledad es la historia de la fundación de Macondo, lugar que podría identificarse con cualquier ciudad latinoamericana. A lo largo de la novela, Macondo sufre grandes transformaciones promovidas por la industrialización y el auge económico que se concreta en la llegada del ferrocarril o por pestes, lluvias torrenciales y vientos que acaban arrasándola. En el transcurso de su historia contabilizado en un periodo de 100 años, se narran las vidas de los personajes de toda una estirpe, la familia de los Buendía. De generación en generación se cometen los mismos errores y se sienten las mismas pasiones, arrebatos, locuras, fracasos, decepciones y por supuesto ese sentimiento inherente a la raza humana que es la soledad.
La novela, cuyo narrador es el sabio Melquíades, simplemente cuenta la historia de la humanidad en sí, en la que a pesar de haber sufrido guerras, haber pasado por estrecheces económicas o por amores imposibles y desequilibrados se sigue reincidiendo siempre en lo mismo.
El final, que dice:
La ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad.
puede resultar ambiguo.
Una buena lectora amiga mía lo calificaba de pesimista porque el autor no daba pie a una segunda oportunidad en la que cambiar el transcurso de los acontecimientos y remedar los errores. Yo sin embargo lo sentí optimista ya que era irrepetible una estirpe tan torpe, terca, impregnada de soledad y reincidente y circular en sus errores.
Pero creo que habrá muchas interpretaciones del final o de la obra entera...