Dentro de lo poco rutinaria que es mi vida y la variabilidad de cafés, restaurantes, lugares, ciudades, países o continentes por los que transcurre, no se por qué motivo pero me he topado más de dos veces al mismo conductor de autobús de rostro pálido y amargado. Quizás fuese un indicio de que ya era hora de publicar otro post.
La primera vez que cogí el autobús de la línea 90 volvía de estar en casa de una amiga. Pasamos una tarde distendida y relajada para lo cual elegí la vestimenta adecuada: un chándal y unas zapatillas deportivas. Como suele suceder cuando uno no es puntual ni precavido, el autobús cruzaba el semáforo en el mismo momento en el que yo salía por el portal de la casa de mi amiga, así que, como en varias ocasiones, corrí atropelladamente y golpeé el cristal de la puerta del autobús recién cerrada, poniendo cara de corderito degollado. Afortunadamente este conductor inexpresivo del que hablo no es un ser tan despreciable e hijueputa (como diría Cervantes) y accedió a abrirme la puerta.
El autobús emprendió la marcha mientras yo buscaba entre los bártulos de mi mochila la enorme cartera que por alguna extraña razón se vuelve imperceptible, es más me atrevería incluso a afirmar que desaparece, en ese preciso momento en el que la necesitas.
Al fin encontré el bonobús y esperé el tiempo necesario para que la máquina lo recibiese, lo picase (con el correspondiente ruidito que confirma el acabamiento del proceso) y me lo devolviese. Pero el conductor de mal carácter y mirada desconfiada me pidió el bono para ver si me había validado el viaje.
Me sentí un poco incómoda porque aunque fuese impuntual, torpe y un poco desorganizada con las cosas no intentaría colarme en el autobús de esa manera, pero al fin y al cabo, como había salido triunfante de la situación, me retiré tranquila a los asientos traseros a sentarme y recuperarme de la fatiga de la carrera, la búsqueda y la susodicha acusación.
Tres paradas más tarde se subieron tres quinceañeras insolentes con sus bolsas de compras de rebajas, todas maquilladas al extremo, mascando chicle con la boca abierta y con un aire altivo excesivo e insoportable. Pasaron las tres con dos bonobuses y picaron sólo dos viajes. Su acción fue descarada pero el autobusero ni se inmutó. ¡Increíble! Me parecía inadmisible semejante descuido después de la atención minuciosa que mostró conmigo. Sólo lo excuso en el caso en que estuviese mareado del tufo a perfume barato que desprendían las tres mozas.
Sin embargo, en cada parada y subida de nuevos pasajeros, el prejuicioso conductor no quitaba ojo a todo inmigrante latino, negro y marroquí que se subió en ese recorrido.
Al final del trayecto opté por olvidar mi ofensa ya que prefiero pertenecer al grupo de los marginados socialmente que al de los que yo margino moralmente.